El siempre le hablaba de su bosque de cerezos, de los pajaritos que allí habitaban, las matas que rodeaban el bosque, la inmensa vegetación verde oscura, el cielo azul claro desprovistos de nubes, la tierra húmeda producto del río que a metros corría.
Seguramente ese hermoso bosque verdirojo azul lo ataba a ese pueblo, de pocas casas, el taller de carros donde trabajaba, un incipiente local de ventas de alimentos y el bar donde todos los hombres iban desde el viernes a beber y botar el dinero, que difícilmente conseguían durante la semana, en cualquier labor.
Ella soñaba con el bosque y entrar al paraíso de los cerezos, vivir la pasión de la naturaleza; saciarse de cerezas, bañarse en el arrollo que cerca estaba, mirar un cielo sin nubes y caminar descalza y desnuda por la húmeda tierra.
Un día a la hora del ángelus, se fue a conocer el bosque de cerezos de esa maravillosa creación natural, era muy fácil llegar y como era la hora del almuerzo estaría totalmente sola.
Su impresión ante aquel campo de belleza, armónicamente creada por la naturaleza fue un impacto a sus ojos.
Corrió, observo todo, camino descalza y en una cesta de mimbre tomo cuantas cerezas pudo y lleno el cesto y salio en veloz carrera.
Esto se convirtió en su apasionante y maravillosa rutina, siempre a la hora del ángelus, entraba y robaba cerezas del color de sus labios gruesos y sedientos de cerezas.
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